Cuando vestíamos de luto

Mi primer acto de rebeldía «público y notorio» fue mi negativa a vestirme de luto por la muerte de mi abuelo. Mi madre se puso de negro desde las medias hasta el cuello – allá ella – pero yo tenía 16 años y veía mis siguientes seis meses aplastados por un luto que me parecía ajeno: mi abuelo residía en otra ciudad y le veía de tarde en tarde, sin llegar nunca a establecer con él una relación más allá de la marcada por el respeto a los mayores.

Pero además, pensaba, aquellos seis meses se podían prolongar porque, ya puestos a invertir en una ropa que no necesitaba, mi madre podría intentar rentabilizarla algunas semanas más…y la ropa de luto es indestructible. Durante mi niñez, cuando para afrontar un luto se teñían de negro las ropas en uso, el color iba perdiendo intensidad con el tiempo, tomaban todas las tonalidades parduzcas imaginables, pero no se rompían. Se reteñían y p’alante.

Pero existía otro factor que me hacía odiar el luto y era el agravio comparativo que suponía para las mujeres: los hombres solo mostraban su condición de «dolientes» mediante una corbata o un brazalete negro; a veces bastaba un simple botón negro en la solapa de la chaqueta, mientras las mujeres eran sometidas a un duelo estricto no solo en el vestido, sino en la vida social: prohibido el cine, los bares, los bailes… y el duelo social era más asfixiante cuanto más atrás nos remontamos en la historia de nuestra España rural, más resistente ante el progreso y los cambios en las costumbres.

El duelo, en la mujer, claro, que era la portadora (el hombre era portador de valores eternos, como nos enseñaba la doctrina falangista) tenía unos periodos definidos atendiendo al parentesco, siendo el periodo máximo por el marido o por un hijo y siguiéndole en orden decreciente los padres, hermanos, abuelos, tíos y primos… lo cual explica que en generaciones anteriores, una mujer se pasara la vida vestida de negro empalmando el final de un duelo con el inicio del siguiente.

En el primer tercio del siglo XX, las tarjetas de visita y el papel de cartas todavía llevaban un reborde negro cuando había fallecido algún miembro de la familia. Obviamente, es una costumbre que no he conocido, pero sí conocí una curiosa señal de duelo totalmente ilógica, aunque debo decir que solo la mantenían las mujeres de más edad; era la de no mostrarse en público si no era absolutamente necesario, con lo cual, si querían ir a misa, lo hacían de madrugada. Tampoco salían a hacer la compra ¿…? que encargaban a alguna vecina de buena voluntad.

De esta última costumbre puedo dar fe. Tendría yo unos ocho años y una mañana, mi madre me envió a comprar el pan mientras ella preparaba los desayunos. Iba yo por la acera cuando de pronto una mano salió de una puerta entreabierta y me agarró el brazo dándome un susto tremendo; en la penumbra del hueco vertical distinguí la figura de una vieja vecina que me tendía una bolsa de tela y unas monedas:       – ¿Me puedes comprar una barra de pan?…es que estoy de luto.

Recuerdo que en mi niñez, la mayoría de mujeres del pueblo vestían de negro y con pañuelo del mismo color en la cabeza, como sacadas de «La casa de Bernarda Alba». Hace unos cuantos años de eso, pero aún parecen más si se compara con la forma actual de afrontar la muerte, más natural, despojada de aquellos signos externos de duelo. El duelo no se impone: se siente y se actúa en consecuencia, sin exponerlo al público; o no se siente y se actúa también en consecuencia, sin tener que justificarse ante nadie.

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