(Relato premiado en el I Certamen de Relato corto Día de la Mujer, de Nulesw)
Libre. Por fin vivo libre, sin miedo y asumiendo que esa libertad forma parte de una actitud ante la vida. Mi actitud de hoy es fruto de un largo adiestramiento, del fortalecimiento de mi personalidad, anulada en el pasado.
Llegué a esta ciudad hace un par de años y aunque hoy me siento parte integrante de ella, cuando llegué me daba lo mismo un sitio que otro; mi único objetivo era huir, poner distancia entre mi pareja y yo.
Mi historia no tiene nada de especial, es la misma de tantas otras mujeres que empiezan ilusionadas una relación. Todo es maravilloso; él está pendiente de ti, te quiere tanto que le molesta que otros hombres te miren, que salgas sola, que tardes en llegar a casa, que te maquilles…incluso te halagan sus celos, piensas que donde hay celos hay amor.
Poco a poco su actitud se endurece y empieza a culparte del interés ( a veces inexistente) que puedas despertar en alguien del sexo contrario, te acusa de salir a la calle con la falda demasiado corta, el pantalón demasiado ceñido o la camiseta demasiado fina. El siguiente paso es el insulto: – Golfa, más que golfa, siempre provocando…
Un día protestas tímidamente y apuntas que quizás sería mejor «darnos un tiempo». La frase tiene el significado de un portazo y él no está acostumbrado a que le den con la puerta en las narices.
– ¿Y qué harías tú en ese tiempo, mantenerte con tu fabuloso sueldo de camarera?…porque para otra cosa no sirves.
Te vas hundiendo poco a poco, tanto que no eres consciente de ello y piensas que posiblemente tiene razón, que no puedes aspirar a nada mejor. Finalmente llega el día en que el ataque verbal no basta ya para satisfacer al hombre de la casa, el amo, el que paga el alquiler, el que decide y piensa…Tú ya has dejado de pensar y te da lo mismo que tenga o no razón. Hasta que te cae la primera bofetada; no la has visto venir y te quedas paralizada por la sorpresa, con los ojos muy abiertos y la mano en la mejilla. También él parece algo sorprendido por su comportamiento y es el primero en reaccionar:
– Lo siento, lo siento…no quería hacerte daño, pero es que me sacas de mis casillas. No volverá a ocurrir, te lo prometo.
Las promesas se las lleva el viento y él vuelve a pegarte y a pedir perdón y tú vuelves a llorar y a perdonarle, inmersos ambos en un círculo vicioso sin salida. Un día su puño se vuelve más contundente y te deja un sabor de sangre en la boca y un diente menos, pero no se da cuenta porque después del golpe sale de casa apresuradamente.
– Me voy, que no quiero cabrearme.
Te quedas escupiendo tu sangre mientras piensas: -Ah, pero esto ¿lo ha hecho sin cabrearse?
Armada de valor, recoges el diente y te vas al cuartel de la Guardia Civil. Te hacen fotos, te curan, tramitan la denuncia y con la orden de alejamiento firmada por el juez, te acompañan a casa a recoger tus cosas. Y tu hermana te acoge de momento en la suya.
Pero él no se resigna y suele esperarte a la salida del trabajo, te amenaza, te llama cabrona y se pasa por el forro la orden de alejamiento. Las denuncias se suceden y también las detenciones sin mayores consecuencias. Una noche te ataca por sorpresa en una calle solitaria y te deja inconsciente sobre la acera junto a las bolsas de la compra y su contenido desparramado a tu alrededor.
Te despiertas en el hospital, donde permanecerás durante los siguientes 15 días. Cuando te dan el alta él está en la cárcel, pero sabes que es un alivio momentáneo y decides poner tierra de por medio.
En los Servicios Sociales te informan, te aconsejan…pero tú estás muerta de miedo e incapaz de pensar con claridad, solo sabes que quieres perderte en algún lugar lejano, engullida por unas calles anónimas e ilocalizables. Y acabas aquí…o allá…en un lugar alejado geográficamente del que fue tu residencia habitual. Y con un modesto equipaje bajas del tren en una estación desconocida, similar a centenares de estaciones.
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El Centro Mujer 24 Horas está en la 2ª planta de un edificio sin pretensiones, en una de las principales calles de la ciudad y solo lo identifica una pequeña placa junto a uno de los timbres del portal. Saben de mi llegada y me esperan. Trabaja allí un pequeño grupo de mujeres: abogadas, asistentas sociales, psicólogas…todas mujeres, excepto el corpulento guardia de seguridad.
Una de ellas me lleva en su coche a un piso de acogida que compartiré a partir de ese momento con otras dos mujeres. Sus historias son tan parecidas a la mía que parecen el mismo guión con ligeras variaciones. Pero aún tenemos algo más en común: nuestro resentimiento, nuestra desconfianza hacia todos los hombres y nuestra percepción de la vida como un campo sembrado de cardos espinosos donde vas dejándote la piel a jirones.
La identidad de las ocupantes de los pisos de acogida no se revelan a nadie en absoluto, lo que contribuye a que poco a poco se diluya el miedo en un ambiente de normalidad. Trabajamos las tres, yo en una fábrica de turrones. El tiempo nos ha convertido en amigas, no íntimas, pero sí cercanas y leales. Nos sentimos seguras y va aflorando en nosotras un cierto sentido del humor y una perspectiva de la vida más serena, aunque yo sigo acudiendo a las entrevistas con la psicóloga del Centro Mujer.
Cuando hace casi un año de mi llegada, me entero por mi hermana de que mi ex-pareja vive con una joven forastera y me alegra comprobar que el nombre otrora odiado y temido, me deja indiferente. Pero no puedo dejar de pensar en la chica que servirá de desahogo a su ira cuando pierda el atractivo de la novedad. Losé, sé que lo hará porque es algo inherente a su naturaleza, como las espinas al cardo.
Sé hoy que antes de los golpes hay unas señales que los anuncian: el control, los comentarios vejatorios, sarcásticos, la humillación… y si ignoras esas señales de maltrato psicológico, posiblemente llegue el físico. No funcionan las promesas, las lágrimas, las excusas ni una pretendida reparación de la ofensa a base de regalos o de flores. Lo único efectivo es expulsarlo de tu vida.
Dicen que al gato escaldado le basta el agua tibia. A mí ni siquiera eso, me había cerrado en banda a cualquier relación con los hombres y persistía en mi interior un obcecado rencor hacia todos ellos. Cuando la psicóloga advirtió que no hacía nada por deshacerme de aquel sentimiento, me contó una historia.
– De vez en cuando hay arrepentimientos sinceros, muy de tarde en tarde, es cierto, pero lo suficiente como para no meter a todo un colectivo en el mismo saco. Esta es la historia de una mujer como tú, que se casó enemorada y que sin saber cómo vio su matrimonio convertido en una cadena de salidas de tono, de silencios opresivos y de discusiones. La última fue en presencia de la madre de él, aunque no les importaba porque la disputa iba subiendo de intensidad.
La señora, viuda, también había soportado en su matrimonio la violencia doméstica, pero en aquellos tiempos las mujeres callaban y aguantaban, celosas de su patética intimidad. En un momento dado intervino dirigiéndose a ambos.
– Por favor, dejadlo ya… hay otras formas de solucionar las cosas.
– Mamá, no te metas, esto no te incumbe.
La mujer quedó quieta y silenciosa hasta que advirtió la mano de su hijo en el aire en dirección a la cara de su nuera, interponiéndose en su trayectoria y recibiendo la brutal bofetada. El hombre miró con incredulidad la figura caída en el suelo: ¿había hecho él aquello?… y com una secuencia de viejas fotos olvidadas, recordó a su madre caída en otro suelo, protegiéndose la cara con los brazos mientras el niño que era él lloraba e intentaba apartar al hombre de correa en mano. Ayudó a su madre a levantarse mientras se deshacía en excusas entrecortadas.
– Mamá,,, mamá, lo siento… lo siento tanto…
La mujer le miró con severidad.
-¿Ves como sí me incumbe? Me incumbe porque no tolero la violencia, ya no. Me incumbe porque mi hijo es asunto mío por muy adulto que sea y porque sigo confiando en que crié un ser humano y no una bestia.
-Perdóname, mamá…no sé cómo pudo ocurrir.
-Es a tu mujer a quien debes pedírselo, a ella iba destinado el golpe.
Interrumpí a la psicóloga con ironía.
-No me digas que a partir de entonces el hombre se convirtió en un manso cordero y fueron todos felices.
-No, él sigue teniendo su genio, pero también yo tengo el mío.
-¿Y qué tiene que ver tu genio con la historia?
-Todo. Los dos tenemos carácter pero aprendimos a encauzarlo y a respetarnos… aunque fue mi suegra la verdadera artífice del cambio, la que le hizo ver en su persona la imagen de cualquier mujer.
-¿Eras tú?
-Sí, yo, ya ves. Una mujer fuerte, con carrera, sin necesidad de depender económicamente de nadie. Pero a veces la dependencia es emocional o social o de cualquier otro tipo. Te preguntarás si se puede ser feliz llevando a tus espaldas una experiencia como la mía… Bueno, soy razonablemente feliz. Jamás hemos vuelto a hablar del asunto y me consta que él se esfuerza cada día en reparar el daño de aquel período, en que yo olvide; no lo hago, eso no se olvida. Pero la intervención de su madre fue el revulsivo que él necesitaba y sé que si hubiera recibido yo el golpe, habría sido el primero y el último.
Salí del Centro Mujer con talante reflexivo y una nueva opinión acerca de los hombres. Entendí lo que la psicóloga quería decir: se puede recuperar a alguien del borde del abismo, cuando todavía no ha iniciado la caída. Solo hay que encontrar el freno adecuado en cada caso. Y sobre todo, son minoría quienes se acercan al abismo.
Dejé de lado mis recelos, dejé de considerar a cualquier hombre como mi enemigo y volví no solo a hablar con ellos, sino también a escucharles. Comprobé que entre ellos abundaban los valores que antes les negaba, ya de entrada: la sinceridad, la paternidad responsables, la alegría sana, el amor, el espíritu de sacrificio, la camaradería… Entendí que no podía juzgar a todos basándome en mi particular experiencia y que la vida me ofrecía la posibilidad de otras mil experiencias más.
Libre, lo dije al principio de mi relato. Tengo la libertad que me faculta para desarrollar mi personalidad sin sometimiento a la de nadie.
A día de hoy sigo trabajando entre turrones, preparando mi boda con el vigilante de seguridad de un centro comercial, aunque yo lo conocí en el Centro Mujer. Tras su aspecto de gladiador se esconden una encantadora ternura y el más profundo respeto.
La vida no es un cuento de hadas, sería pueril creerlo. Pero entre los cardos, ahora lo sé, crecen algunas flores. O quizás mirando desde otra perspectiva, es entre las flores donde crece algún cardo.